DELFINA
Delfina acarició a Serena
que se resistía a ser encerrada, empujándola suavemente hacia el interior del
corral. Cerró rápidamente la cerca de madera, y, pasando la aldaba, contempló a
sus ovejas y a sus cabras, una a una, con mirada casi maternal Por último, hizo
correr el pestillo de hierro, que daba un poco más de seguridad a la vieja
cerca carcomida por el tiempo y cogiendo del suelo el capazo de los restos de
pienso, recordó que tenía que repasar sus viejas asas, ya medio rotas. Todo se estaba cayendo a pedazos, el corral,
el cercado, su capazo. Su propia vida.
Encaminose hacia la casa
pausadamente. A esas horas de la tarde le cae encima, como un pesado fardo,
todo el cansancio del día. Se entorpecen sus piernas, le duelen los brazos y le
envuelve una triste lasitud, que desaparece cuando el día siguiente nuevamente
amanece. Pero ahora atardece y Delfina, ajena a la hermosura del momento,
camina contagiada por la mansedumbre que domina el paisaje, alumbrado
débilmente por un sol que se esconde.
Hoy, sin saber por qué ha
alargado el retorno y pasa entre los matorrales, en los que todavía divisa las
zarzas cuajadas de negras moras. No tiene fuerza ni humor para estirar el
brazo, tomar algunas y llevárselas a la boca, comprobando su dulzura. Sonríe
entristecida. Nunca hubiera pensado que, algún día, tendría las moras del
camino para ella sola. Recordó las prisas que se daba de cría y, aun de moza,
con Marcela, su mejor amiga, para llegar siempre las primeras con su cestillo,
a recoger las primicias de estas zarzas y como volvían luego a casa y era como
un festín comerlas cuando estaban ya frías, rociadas con vino y espolvoreadas
de azúcar. Y ahora allí estaban rezumantes algunas, consumidas ya otras, tan a
mano, que podía cogerlas sin hacerse rasguños en las manos como cuando era
joven buscando las más escondidas cuando se les había adelantado el Chato con
sus amigos o la sobrina del médico con sus amigas.
Mañana me traeré, una pequeña bolsa de plástico y cogeré
unas cuantas.
Pero luego pensó que no
podría comerse en solitario aquellas moras. Cuando las comiera despacio, con su
apetito ya gastado, no podría resistir los recuerdos de tantas tardes con
Marcela, comiéndolas precipitadamente, como si en el plato corrieran el mismo
riesgo que en las zarzas, de adelantárseles el Chato con sus amigos o la
sobrina del médico con sus amigas. Y luego, a lavarse las manos y las uñas
ennegrecidas, para con las mismas prisas cambiarse las alpargatas por las
sandalias nuevas y, con el tiempo, por sus zapatos de medio tacón. Y corriendo
también, cuando declinaba la tarde, a la plaza, a sentarse las dos, como
siempre en la escalinata de la iglesia, con Paco el barbero que controlaba
desde ahí su negocio que le caía enfrente, si
veía un cliente cruzaba la plaza y, cuando queríamos darnos cuenta, ya tenía al parroquiano con la cara
llena de una blanca y abundante espuma que nos tenía deslumbradas.
También mosén Celso se
sentaba en las escaleras de la
iglesia cuando salía del rosario, después de que les hubieran pasado por encima
casi todas las viejas que por la tarde acudían a la iglesia. Por eso ellas dos procuraban
llegar tarde a la plaza, para que el mosén no les hiciera entrar a rezar
aquellas largas letanías, como hacía con todas las mozas que estaban de
tertulia, de pie o sentadas en los fríos banqueros de piedra. Sin embargo, a
los mozos no les decía nada. Les dejaba que siguieran hablando, pidiéndoles
tan solo que dejaran de jugar a la
pelota, porque usaban de frontón las paredes de la iglesia y hacía mal efecto,
entre avemaría y avemaría, oír los pelotazos que daban justo detrás del altar
de San Ginés, que estaba entrando a mano izquierda.
El único mozo que entraba
a rezar era José Maria, un sobrino del cura, que había sido seminarista y
entonces vivía con su tío preparando oposiciones para lo que saliera. Y
esperándole a él era por lo que se sentaban Marcela y ella con el cura y Paco
el barbero en la escalinata de la iglesia. Cuando después de hablar con unos y
con otros, por fin llegaba hasta ellas, era como si el tiempo se detuviera,
escuchándole las dos embelesadas lo mucho que sabía, y cómo se explicaba, y se
echaba la noche encima sin encontrar momento de volver a casa a pesar de que la
plaza se iba quedando vacía, porque la gente en aquellos tiempos cenaba
temprano, y más de un día su padre la recibió con una soberana reprimenda, pero
no lo escuchaba, porque todavía tenía las palabras y el tono de la voz de José
Maria dentro en sus oídos.
Por eso, esta tarde,
Delfina, sin saber casi cómo, ha llegado hasta el centro del pueblo, por donde
hace días que ya no pasaba y los recuerdos se han agolpado en su corazón casi
tomando cuerpo, sentándose, sin saber por qué en los desmoronados escalones de
la iglesia, y por un instante creyó estar esperando con Marcela al mosén, a
José Maria y a Paco el barbero. Creyó oír sus voces, las risas del bar de la
esquina, el llanto de un niño y el correr del agua en la fuente seca. Me estoy volviendo loca.
Los ladridos de Bota le
cortaron la angustia. José, su marido, ya habría llegado a casa y estaría
encendiendo el fuego, extrañado de que ella no guardara el hogar llameante y el
agua caliente. Pobre José, qué poco queda
de aquel mozo tan tieso, tan rubio y tan tenaz que esperó años a que yo le
hiciera caso.
- Delfina,
mujer, me tenías preocupado.
- Esas
cabras, puñeteras de ellas, que no encuentran momento de entrar en el corral.
Y ya, subiendo la
escalera.
- Como los
chicos, ¿recuerdas? que no encontraban nunca momento de irse a la cama.
Entraron a la cocina,
caliente e iluminada.
- Qué buen
fuego, José. Casi se me ha puesto frío en la plaza.
- Y ¿qué
hacías tú en la plaza?
- No sé.
Hoy he dado más vuelta, y he pasado por ahí. Casi no quedan piedras en la
torre. El viento del domingo debió tirar algunas.
- Te he
dicho cien veces que, por dentro del pueblo, no te arrimes a nada. Están las
piedras y los aleros sueltos y algún día tendremos un disgusto.
- Pues no
sé qué te diga. A mí bien poco me importaría que me cayera la campana de la
iglesia encima, o el tejado de la escuela, y morirme debajo de este pueblo,
muerta con todos mis muertos, en la misma tierra. Y después que echen agua
encima. Toda el agua que quieran.
- No digas
esas cosas.
En silencio, Delfina
llenó el puchero de agua, arrimándolo al fuego. Sincronizados, como en un
ritual de cada noche, José cogió el pan y, apoyándolo en su pecho, fue
cortando, despacio, las pequeñas sopas, que iban cayendo sobre el paño de lino
moreno que había tejido su madre, o quizá su abuela. Y después, sobre los ajos
ya dorados en la sartén, las blancas sopas cambiando de color, y el chasquido
del agua borboteante cayendo sobre ellas, y el aroma familiar de siempre
inundando la cocina.
La cena en silencio, solo
roto para hablar del pantano, sin darle ese nombre, como si fuera una sombra
negra, que si se la menta adquiere cuerpo y peso, pero tanto que aplasta, y hay
que respirar hondo y coger aire, para seguir hablando de otras cosas.
- Voy a
cerrar la puerta.
Cada noche José baja a
cerrar el portón de la casa, más que por nada, por que no entre algún bicho que
les asuste. A Delfina le angustia ver la puerta cerrada, como todas las casas
de pueblo, como el ayuntamiento, como la iglesia, como la escuela. Y parece que
ya todo está debajo del agua, con ellos dentro, y que los ingenieros ya duermen
tranquilos con el valle inundado, sin saber hacia dónde caía el campanario, ni
el cementerio, sin sentir siquiera la vergüenza de que el gran charco sea
trasparente.
Pero claro, José tiene razón. No vamos a estar toda la
noche con la puerta abierta. Lo de menos sería que entrase un conejo, un zorro,
algún murciélago o un bicho cualquiera, sino que el ruido nos asuste, creyendo
que ya están aquí los del pantano con sus máquinas.
- Ya he
cerrado la puerta. Me voy a dormir. Atiza un poco el fuego si te vas a quedar
levantada.
- No. Voy
a ir enseguida y con este rescoldo ya me basta. Ve y calienta la cama.
Delfina ya sabe que cuando ella se acueste, él se quejará del frío que lleva consigo a la templada
cama, y quizá le diga, como tantas
noches, que el hocico del perro y el
culo de la mujer siempre están frescos. Es
como un niño. Repite las cosas como un niño un poco simple, pero es bueno y
fuerte, porque fuerte había que ser para levantar la viga que los del pantano,
o algunos mandados, habían colocado atravesando el puente la semana pasada. Que
cuando la vi, al día siguiente, no podía creer que José, ni
hombre alguno, hubiera podido arrastrarla solo, que no me pidió ayuda para que
yo no hiciera mala sangre.
Ya en la cama, y perdido
el miedo a las frías sábanas, Delfina da vueltas, sin coger el sueño, mientras
su marido duerme y ronca como si no tuviera preocupación alguna. Están lejos
aquellos tiempos en que los dos cogían a la vez el sueño. Pero ahora permanece
sola y la desesperación por no poder dormir se va apoderando de ella, mientras
reza despacio, con ahínco, vocalizando sin voz, un padrenuestro, otro
padrenuestro, pero cuando llega a lo de así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores, piensa que perdona a todos, menos a los del pantano, que no le
importaría que si lo llevan a cabo, cuando estuviera terminado se ahogaran
todos en él, pero sabía que a Dios no se le pueden plantear estas cosas, y
tampoco ella en el fondo deseaba tanto mal, y le entraba la desazón y aún se
dormía menos, pero Dios mío, tienes que
comprender que no puedo perdonar a esa gente que, poco a poco, fue engañando a
todos que, por cuatro perras, vendieron sus casa y sus muertos, y cuando los
pocos que iban quedando resistieron a las promesas y a los contratos, dejaron
las buenas palabras, y entonces se sacaron las leyes de la manga y venga de
amenazas y de fuerza. Todos tuvieron miedo y dejaron el valle. Todos, hasta mis
hijos, que prometían tanto, que ya desde que los criaba al pecho había soñado
con que fueran muy libres, y allí estaban en la ciudad, con pocos conocimientos
y sin saber hacia dónde tirar. Todo por culpa de los del pantano, que
empezaron por cerrar la escuela cuando sus chicos y otros estaban acabando la
primaria, que aún recuerda a la pobre maestra despedirse llorando.
- Delfina,
no puedo quedarme ni recoger a los chicos en mi casa. Vine de interina y de la
delegación me ha llegado un oficio diciendo que
ha terminado mi nombramiento. Que
aquí no hay escuela.
¡Cabrones, malditos! y todos los críos en la calle, un año,
otro año sin que nadie pudiera enseñarles nada, que los que quedábamos en el
pueblo solo sabíamos las cuatro reglas, y el cura, el secretario y todos los
que dependían de otros superiores fueron los primeros que se marcharon, pues a
todos habían llegado órdenes de que lo hicieran, porque los que habían tenido
la idea del pantano debían tener influencias en todos los organismos, o a lo
mejor todos son los mismos, pero metidos en distintas cosas. Los críos en la calle, jugando en verano e invierno los más
pequeños, y los mayores ordeñando y cuidando los pocos rebaños que iban
quedando, o quitando hierbas de los huertos que iban sembrando
clandestinamente, y llegó un momento que no quedaban más chicos que los de José
y Delfina, y cada familia que se iba les decía lo mismo.
- Que los
chicos no tienen la culpa de que vosotros no os queráis mover de aquí, que se
les van pasando los años sin ir a la escuela, y a ver que vais a hacer aquí con
ellos.
Mi bueno y querido José, cómo pude hacerte sufrir
cuando éramos jóvenes, sin hacerte caso, empeñada en casarme con algún
señorito, como José Maria, con cultura y buenos modales, que a mí eso de la
cultura siempre me ha deslumbrado mucho. Ahora José no te cambiaría por nadie,
y debía estar loca de querer casarme con alguien que se me llevara del pueblo.
- Delfina,
me voy.
- Espera
José.
Todos los días la misma despedida, sin un beso siquiera,
que bien a gusto se lo daría, pero hemos perdido la costumbre y me da vergüenza.
- Hasta
luego, Delfina.
Y ella, vuelta al corral,
como cada mañana, a correr el pestillo de la empalizada, a soltar la aldaba y a
mirar sonriente a cada oveja, a cada cabra, cogiendo en sus brazos al pequeño
cordero que nació la semana pasada, y a marchar con todo el rebaño en la
dirección que para ellos quiera, porque todos los pastos son suyos y pueden
elegir un lugar abrigado, hasta que nieve.
Ya está el invierno
cerca. No me importa que llegue. Vendrán
poco los hijos, lo comprendo, pero también dejarán de venir los curiosos a
mirarnos como si fuéramos unos bichos de feria, que este verano nos han traído
locos algunos periodistas, con barbas y vaqueros, que han venido hasta aquí con
su libreta y una radio pequeña, que graba exacto todo lo que dices, y venga a
preguntar, y yo a contestar solo a cosas concretas, a cómo era este valle antes
de estar vacío, pero a las cosas nuestras, personales, ni un tanto así, que a
nadie le importa saber cosas como éstas.
- ¿Cómo viven?
- ¿Pasan miedo?
- ¿Qué les dicen sus hijos?
- ¿Dónde viven los que ya en su día se marcharon de aquí?
- ¿Ha venido otra prensa?
Y hasta alguno les ha
sermoneado.
- No saben que el interés común está
por encima del bien individual, y que gente como ustedes han sabido aceptarlo y
llegando a un acuerdo han dejado lo suyo. No han creado problemas.
El interés común, ¿me quiere explicar en qué consiste? ¿El
interés común, o de unos cuantos? Quién me asegura a mí que esto no hará más
ricos a los ricos, y a fin de cuentas yo me pierdo en estas consideraciones,
que la vida tendría que ser de otra manera, que si yo conociera a los que
quieren el agua y comprobara que les es tan precisa, para riegos o luz, y que
no hay otro hueco donde almacenarla que este valle tan rico y hermoso, cerraría
los ojos y me iría con mi vida a otra parte.
Como se fueron otros. A
Delfina se le llenan los ojos de lágrimas cuando piensa en ellos, que malviven
repartidos aquí y allá. Que las ciudades
son buenas para la gente con dinero y posición, y en el campo, con nuestros
propios medios, se vive con otra dignidad, y con menos distancias, porque todos
somos y sabemos por un igual.
- ¿Cómo
has podido decir estas cosas?
A Delfina le ha dolido la
pregunta de José, cuando ha vuelto del trabajo con un periódico en la mano,
donde salen ellos, y la entrevista que les hizo uno de los jóvenes periodistas
que llegaron hasta allí en el verano.
No han entendido nada. Yo, a mi manera les dije mi
sentir, lo que es haber vivido tanta vida en el mismo lugar, pisando cada día la
misma tierra, viendo los mismos montes. Pero, claro, ellos vienen en coche, pasan
aquí una tarde y creen que se van con todo comprendido.
- No
volveré a traerte otro papel.
Ella sabe, y lo sufre,
que José se derrumba en cuento sale. Que le costaría menos de lo que parece
ceder a las presiones de unos y otros y, que hasta casi siente vergüenza de que
se hable de ellos.
- José,
vete si quieres.
Ni contesta. Cómo va a irse a un piso, a vivir sin patio,
sin bodega, en medio de unas calles, que hay que andar una hora para salir de
ellas y ver algo de campo.
- No
vuelvas a decirme que me vaya, pero piensa que, algún día, pondrán ya fin a
esto. Las leyes son las leyes.